"Las bases de este Premio dicen textualmente que en este acto el galardonado debe exponer públicamente los méritos y los trabajos por los que el Premio le ha sido concedido. Pero como resulta que yo no sé muy bien por qué me han concedido tan importante distinción me permití preguntar a nuestro Presidente de qué debería yo hablar concretamente aquí y ahora. Me contestó que lo que yo tenía que hacer era, nada más y nada menos, que contarles a ustedes mi vida. Y, además, que debía hacerlo en el plazo improrrogable de veinte minutos.
Sin poder detenerme a explicarles las resistencias interiores que encuentro para constituirme en biógrafo e intérprete de mí mismo voy a intentar cumplir lo mejor posible ese mandato.
Nací en La Coruña el 22 de enero de 1930. Estudié el bachillerato en un colegio mesocrático, el de los Hermanos Maristas, en el que fui un estudiante irregular.
En octubre de 1946 me matriculé —o quizás, para decirlo mejor, me matricularon— en la Facultad de Medicina de la Universidad de Santiago de Compostela.
En aquel tiempo el gran reto para todo aquel que llegaba a la Facultad era aprobar las Anatomías al primer envite. Dado el carácter casi exclusivamente memorístico de las enseñanzas y de los exámenes aquello era un absurdo pedagógico. Pero en toda docencia los efectos son como los designios del Señor: inescrutables e impredecibles. Lo políticamente incorrecto puede provocar resultados correctos. El estímulo es siempre más importante que el método. Y en mi caso funcionó. El esfuerzo y la autodisciplina necesarios para afrontar el reto fueron interiorizados con tal intensidad que me transformaron para siempre en lo que pudiera considerarse como una persona estudiosa. A partir de entonces creo que no ha pasado ni un sólo día de mi vida en que yo no haya dedicado algún momento a alguna forma de estudiar. El resultado del absurdo pedagógico y de esa tan obsesiva interiorización fue bastante espectacular: no sólo obtuve sobresaliente y matrícula de honor en las anatomías sino también en todas las asignaturas de la carrera con la honrosa excepción de la Terapéutica Física. Fui Premio extraordinario de licenciatura y Premio Nacional de Medicina, cosa que ocurría por primera vez en un licenciado de Santiago de Compostela. Pero, por si alguno de ustedes no lo sabe, le aclararé que en la Universidad sucede con las matrículas de honor algo parecido a lo que ocurre con las cerezas: sacas una y con ella vienen cuatro o cinco más.
Pero pienso que eso no fue lo más importante que me ocurrió en la Facultad en mis años de estudiante. Lo que ahora voy a contarles no figura en mi currículum, pero no quisiera omitirlo porque lo considero muy importante y porque además quisiera aprovechar esta ocasión para intentar reconocer una deuda personal.
Estudiando segundo curso, en Enero de 1948, al volver de las vacaciones de Navidad, en clase de Fisiología apareció un nuevo profesor. Venía de Madrid, tenía 29 años, se sentaba sobre la gran mesa que había en el estrado y hablaba y fumaba sin parar. Cuando el profesor nos explicaba la fisiología del corazón, del sistema nervioso o de la visión lo veíamos discurrir en voz alta. Discutía consigo mismo. Sin citar apenas a autores ni recurrir a argumentos de autoridad iba y venía de los problemas a las soluciones, de las dudas a las certezas. Daba la sensación de que aquello que estaba diciendo lo decía por primera vez. Frente a la quietud de la Anatomía allí todo estaba vivo y se movía.
Para algunos el impacto producido por la llegada de Ramón Domínguez fue muy importante. Y no sólo lo fue por haber troquelado en nosotros una mentalidad fisiopatológica sino por algo mucho más valioso. Por primera vez teníamos un modelo. Alguien a quien admirar e intentar imitar.
Simbólicamente la llegada a la universidad significa «cambiar el vientre de la madre por el vientre de la tribu». Y pienso que el modelo de tribu que se ofrezca es importantísimo para aquellos que se encuentran en el trance de empezar a diseñar un modelo de vida personal.
(Probablemente la vivencia de la necesidad de ese proyecto estuvo en mi caso reforzada por el impacto de una lectura que todavía recuerdo con absoluta nitidez. Para rastrear esa pista hace unos días busqué en mi biblioteca un pequeño libro de la colección Austral y ahora verán ustedes algunos de los párrafos que por aquel entonces yo había subrayado: «La vida es una operación que se hace hacía adelante. Se vive desde el porvenir porque vivir consiste inexorablemente en un hacerse la vida de cada cual a sí misma». «Vida es la inexorable forzosidad de realizar el proyecto de existencia que cada cual es».
Se trata, algunos ya lo habrán adivinado, del «Buscando a Goothe desde dentro» del gran maestro de la razón vital: D. José Ortega y Gasset. El texto está incluído en su famoso tríptico (Mirabeau, Kant, Goethe). El libro costaba siete pesetas y en la primera página escribí la fecha de su adquisición: ¡ocho de Enero de 1948!).
Puesto que mi proyecto vital pasaba ya tan claramente por asumir el estilo, los valores y la forma de vida propios de la Universidad, me dediqué a cumplir los rituales que por aquel entonces se consideraban necesarios para acceder a la Institución. Me fui a Alemania, maté unas cuantas docenas de conejos, hice la Tesis, fuí premio extraordinario del doctorado y publiqué varios trabajos, dos de los cuales gracias a la amabilidad de Sir Steward Duke-Elder aparecieron reseñados en su gran biblia oftalmológica. Se convocó una plaza de profesor adjunto, me presenté y la gané.
Pero en aquella época en la universidad o eras catedrático o eras bedel o no eras nada. Y como a mí lo de dar la hora no me hacía demasiada ilusión por tres veces subí a la meseta a por uvas. A la fiesta, sin duda bárbara pero excitante, de las oposiciones a cátedras.
Y como a la tercera va la vencida, en enero de 1963 fui nombrado por unanimidad Catedrático de Oftalmología de la Universidad de Santiago de Compostela.
En aquel momento toda la dotación de la Cátedra y del Servicio de Oftalmología consistía en tres habitaciones de un Hospital desvalido y sin dueño conocido, de una plaza de catedrático, otra de profesor auxiliar y una de alumno interno. Esa era la situación.
Y ahí fue donde creo me hice persona adulta. Porque uno no se hace verdaderamente hombre hasta que tiene que afrontar sin tutelas el riesgo real que supone la necesidad de enfrentarse a la realidad y de transformarla. La incertidumbre real de ese toma y daca en que consiste la vida y del que surgen inevitablemente entreveradas las frustraciones y la autoafirmación personal.
La clave consiste siempre, tal como ha dicho Salvador Paniker, en conocer los naipes que a uno le han dado y en ser capaz de diseñar un espacio propio de expresividad y de realización; el margen propio. Siempre hay un margen donde poder escribir. Ese espacio consistió en lo que Giambatista Bietti, el gran profesor de Roma, en ocasión para nosotros memorable llamó «la Baby-School of Santiago de Compostela».
Porque lo cierto es que la operación resultó soprendentemente sencilla. Pronto empezaron a llegar a la clínica alumnos y recién licenciados. Unos querían hacer la especialidad y otros, los más, no sabían lo que querían. Probablemente lo único que buscaban era un lugar en el que alguien les hiciese caso y en el que pudiesen sentirse importantes. El que les hacía caso era yo y lo que hacía que se sintieran importantes era un famoso organigrama. En la Baby School no teníamos especialistas titulados pero teníamos un responsable de glaucoma, de retina, de estrabismo, de anatomía patológica ocular. Era un equipo «amateur», pero el organigrama era tan ambicioso como el de Moorfields de Londres y lo cierto es que el diseño se adelantó en veinte años a lo que después se generalizó en la mayoría de los servicios eficaces. Y teníamos también el Seminario. De modo nunca interrumpido desde hace ahora treinta y ocho años los segundos jueves de cada mes funcionó lo que creo ha sido el principal acicate de la gente que pasó por la Cátedra. Fue realmente el «Seminario».
Antes de llegar a ser una organización capaz de cumplir objetivos externos importantes y bien determinados fuímos una comunidad donde cada uno podía realizarse con casi absoluta libertad. La clínica era, claro está, un lugar de aprendizaje pero fue, sobre todo, un elemento básico de identificación, de pertenencia y de inserción social. Todos grupo humano con personalidad produce siempre símbolos, razones y significados que le son peculiares. Segrega una cultura especial. Por los años sesenta y setenta «los de ojos» fueron capaces de segregar un modo lúdico, informal y extraordinariamente solidario de entender el trabajo. Fueron los años del estilo «comuna».
Los tiempos y los modelos han ciertamente cambiado —«lo que separa no es la distancia sino el crecimiento»— pero yo creo que lo más propio del grupo de Santiago ha sido y sigue siendo la firme determinación de hacer coincidir e integrar en la vida personal el gusto por la clínica y por la asistencia con el pathos de la curiosidad propio de la investigación y de la docencia. Esa erótica del saber que acoge la novedad como la tierra acoge a la semilla.
Eso es lo que explica la bien nutrida representación de los que han llegado a ser catedráticos y profesores. Porque a ellos les pertenece el Premio tanto como a mí, quisiera ahora recordar sus nombres. Tanto el de aquellos que ejercen la docencia en la diáspora —Julián García Sánchez en Madrid, Demetrio Pita en Barcelona, José Carlos Pastor en Valladolid, José García Campos en Málaga, Juan Durán en Bilbao, José Fernández Vigo en Badajoz-como el de quienes lo hacen en Santiago como profesores titulares: Carmela Capeáns— probablemente la persona con dedicación más intensa y generosa al Servicio de Oftalmología en toda su historia-, Francisco Gómez-Ulla, José Pérez Moreiras, M.ª Teresa Rodríguez Ares, Elio Díez-Feijóo, Francisco González.
Cuando ya pudimos ser una «organización» el objetivo principal consistió en intentar conseguir que ningún paciente oftalmológico de Galicia tuviese que abandonar el país para ser atendido. El Servicio de Oftalmología del Hospital Xeral ha funcionado desde hace mucho tiempo como referencia regional indiscutida y en algunas parcelas también como referencia nacional.
No puedo ser yo, claro está, quien valore el nivel de eficacia y calidad con que se ha cumplido ese objetivo. Pero sí me gustaría decirles que, desde hace algunos años, el sistema dispone de un instrumento organizativo extraordinariamente innovador: el Instituto Galego de Oftalmoloxía. Desde el punto de vista asistencial el INGO representa la primera institución en la que se aplica la doctrina de la reforma sanitaria: la provisión de servicios mediante la autogestión y su financiación a través del coste por servicio prestado. El Instituto es una Fundación Pública que vive de lo que hace y ofrece en un espacio cada vez más competitivo (me permitirán que no diga en un «mercado» competitivo porque la medicina se «remunera» pero no se «vende» nunca).
Autogestión quiere decir que en el INGO podemos y tenemos que gestionar nuestro propio imaginario. La clave de toda gestión creativa consiste siempre en ser capaz de establecer relaciones cooperativas entre uno mismo y sus propios sueños y en el INGO podemos hacerlo sin apenas intermediarios.
Esa es la nueva ilusión: la «comuna organizada». Algo que sólo es posible en una micro-organización autogestionada en la que el cerebro y el corazón no se resientan ni se bloqueen por la inercia que siempre impone el esqueleto. La gente del Instituto tiene que ganarse el pan de cada día trasplantando córneas, emetropizando miopes, limpiando vítreos, haciendo ecografías, adaptando lentes de contacto o rehabilitando bajas visones. O innovando la asistencia oftalmológica de un hospital comarcal como es el del Barbanza. Y dedicando su jornada de tarde a la investigación. A ellos pertenece también el Premio.
Desde el punto de vista de la investigación el Instituto ha permitido ya un cierto grado de profesionalización, haciendo posible por primera vez una investigación internacionalmente competitiva. La integración de la Biología molecular en Galicia en el Instituto es un experimento que acaba de iniciarse y del que pronto oirán ustedes muchas cosas. La autoridad de Ángel Carracedo y de Fernando Domínguez lo garantizan.
También quisiera recordar a los «adoptados». A aquellos que, trabajando en otros centros, colaboran con nosotros —o nosotros con ellos— en publicaciones y trabajos: Manolo Díaz Llopis, Alfonso Arias, José Manuel Benítez del Castillo, Julián García Feijóo.
Queridos amigos, tiempo es ya de rematar. Desconozco si después de esta exposición ustedes ya conocen cuáles han sido los méritos por los cuales me ha sido concedido este Premio. Yo no lo sé con certeza pero empiezo a adivinarlo. Porque después de haber reflexionado estos días sobre lo que ha ocurrido a mi alrededor durante estos últimos 35 años pienso que mi único mérito ha consistido en ejercer sobre la gente que me ha rodeado una constante incitación para que diesen lo mejor de sí mismos. Pienso también que ahí radica el pathos esencial de toda docencia. Algo que no se encuentra en los manuales de pedagogía pero sí en otros lugares especialmente hoy muy alejados... ¿Recuerdan «La voz a ti debida»?
«Es que quiero sacar
de ti tú mejor tú.
Ese tú que no ves y que yo veo
nadador por tu fondo, preciosísimo
y cogerlo
y tenerlo yo en lo alto como tiene
el árbol la luz última
que le encontrado al sol.
Y entonces tú
en su busca, vendrás a lo alto»
¿Poesía erótica? Ciertamente y de la mejor calidad. Pero, por favor, no se asusten ni sorprendan. Ya lo he dicho muchas veces: en la educación todo lo que no es erotismo es burocracia.
Pero toda esta operación —ese juego— de conseguir para cada uno un espacio propio de expresividad y de realización personal no se nutre del aire. Consume «energía». El problema consiste entonces en encontrar dónde poder «chupar energía» de modo continuado. Y cuando las fuentes propias se agotan hay que tener abiertas otras vías. Y una de esas vías es la del «reconocimiento social». Si quieren ustedes la de la autoestimación que es el nombre moderno de la vanidad.
Por eso yo agradezco tan profundamente a los compañeros de ASOMEGA este Premio. Porque para mí representa la más importante inyección de energía que yo pueda recibir en este momento para proseguir el intento de que el Instituto Galego de Oftalmoloxía llegue a ser lo que Galicia, los pacientes oftalmológicos y ustedes mismos se merecen.
Muchas gracias pues a todos y muy especialmente a D. Manuel Fraga Iribarne, quien honra este acto con su presencia y a cuya iniciativa y apoyo constante el Instituto Gallego de Oftalmología debe tantas cosas."
MANUEL SÁNCHEZ SALORIO
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