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"El curriculum revisitado", por el profesor Manuel Sánchez Salorio

"Las bases de este Premio dicen tex­tualmente que en este acto el galardonado debe exponer públicamente los méritos y los tra­bajos por los que el Premio le ha sido concedido. Pero como resul­ta que yo no sé muy bien por qué me han concedi­do tan importante distinción me permití preguntar a nuestro Presi­dente de qué debería yo hablar concretamente aquí y ahora. Me contestó que lo que yo tenía que hacer era, nada más y nada menos, que con­tarles a ustedes mi vida. Y, ade­más, que debía hacerlo en el plazo improrro­gable de veinte minutos.

Entrega del Premio Nóvoa Santos en la Casa de Galicia. A la izquierda el receptor del galardón, Manuel Sánchez Salorio.

Sin poder detenerme a explicarles las resistencias interiores que encuentro para constituirme en biógrafo e intér­prete de mí mismo voy a intentar cumplir lo mejor posible ese mandato.

DE LOS RETOS Y MODELOS

Nací en La Coruña el 22 de enero de 1930. Estudié el bachi­llerato en un colegio mesocrático, el de los Hermanos Maristas, en el que fui un estudiante irregular.
En octubre de 1946 me matri­culé —o quizás, para decirlo mejor, me matricularon— en la Facultad de Medicina de la Uni­versidad de Santiago de Com­postela.
En aquel tiempo el gran reto para todo aquel que llegaba a la Facultad era aprobar las Anatomías al primer envite. Dado el carácter casi exclusivamente memorístico de las enseñanzas y de los exá­menes aquello era un absurdo pedagógico. Pero en toda docencia los efectos son como los desig­nios del Señor: inescrutables e impredecibles. Lo políticamente incorrecto puede provocar resultados correctos. El estímulo es siempre más importante que el método. Y en mi caso funcio­nó. El esfuerzo y la autodisciplina necesarios para afrontar el reto fueron interiori­zados con tal intensidad que me transforma­ron para siem­pre en lo que pudiera consi­derarse como una persona estudiosa. A partir de enton­ces creo que no ha pasado ni un sólo día de mi vida en que yo no haya dedica­do algún momento a algu­na forma de estudiar. El resultado del absurdo peda­gógico y de esa tan obsesiva interiorización fue bastante espectacular: no sólo obtuve sobresaliente y matrícula de honor en las anatomías sino también en todas las asignaturas de la carrera con la honrosa excepción de la Terapéutica Físi­ca. Fui Premio extraordinario de licenciatura y Premio Nacional de Medicina, cosa que ocurría por primera vez en un licenciado de Santiago de Compostela. Pero, por si alguno de ustedes no lo sabe, le aclararé que en la Uni­versidad sucede con las matrícu­las de honor algo parecido a lo que ocurre con las cerezas: sacas una y con ella vienen cua­tro o cinco más.

Manuel Sánchez Salorio con su amigo Julián García Sánchez tras recibir el III Premio Nóvoa Santos de Asomega en 1998.

Pero pienso que eso no fue lo más importante que me ocurrió en la Facultad en mis años de estudiante. Lo que ahora voy a contarles no figura en mi currícu­lum, pero no quisiera omitirlo por­que lo considero muy importante y porque además quisiera apro­vechar esta ocasión para intentar reconocer una deuda personal.

Estudiando segundo curso, en Enero de 1948, al volver de las vacaciones de Navidad, en clase de Fisiología apareció un nuevo profesor. Venía de Madrid, tenía 29 años, se sentaba sobre la gran mesa que había en el estrado y hablaba y fumaba sin parar. Cuando el profesor nos explicaba la fisiología del corazón, del siste­ma nervioso o de la visión lo veía­mos discurrir en voz alta. Discutía consigo mismo. Sin citar apenas a autores ni recurrir a argumentos de autoridad iba y venía de los problemas a las soluciones, de las dudas a las certezas. Daba la sensación de que aquello que estaba diciendo lo decía por pri­mera vez. Frente a la quietud de la Anatomía allí todo estaba vivo y se movía.

Para algunos el impacto produ­cido por la llegada de Ramón Domínguez fue muy importante. Y no sólo lo fue por haber troquela­do en nosotros una mentalidad fisiopatológica sino por algo mucho más valioso. Por primera vez teníamos un modelo. Alguien a quien admirar e intentar imitar.

Simbólicamente la llegada a la universidad significa «cambiar el vientre de la madre por el vientre de la tribu». Y pienso que el modelo de tribu que se ofrezca es importantísimo para aquellos que se encuentran en el trance de empezar a diseñar un modelo de vida personal.
(Probablemente la vivencia de la necesidad de ese proyecto estuvo en mi caso reforzada por el impacto de una lectura que toda­vía recuerdo con absoluta nitidez. Para rastrear esa pista hace unos días busqué en mi biblioteca un pequeño libro de la colección Austral y ahora verán ustedes algunos de los párrafos que por aquel entonces yo había subrayado: «La vida es una operación que se hace hacía adelante. Se vive desde el porvenir porque vivir consiste inexorablemente en un hacerse la vida de cada cual a sí misma». «Vida es la inexorable forzosidad de realizar el proyecto de existencia que cada cual es».

Se trata, algunos ya lo habrán adivinado, del «Buscando a Goothe desde dentro» del gran maestro de la razón vital: D. José Ortega y Gasset. El texto está incluído en su famoso tríptico (Mirabeau, Kant, Goethe). El libro costaba siete pesetas y en la pri­mera página escribí la fecha de su adquisición: ¡ocho de Enero de 1948!).

Puesto que mi proyecto vital pasaba ya tan claramente por asumir el estilo, los valores y la forma de vida propios de la Uni­versidad, me dediqué a cumplir los rituales que por aquel enton­ces se consideraban necesarios para acceder a la Institución. Me fui a Alemania, maté unas cuan­tas docenas de conejos, hice la Tesis, fuí premio extraordinario del doctorado y publiqué varios trabajos, dos de los cuales gra­cias a la amabilidad de Sir Ste­ward Duke-Elder aparecieron reseñados en su gran biblia oftal­mológica. Se convocó una plaza de profesor adjunto, me presenté y la gané.

Pero en aquella época en la universidad o eras catedrático o eras bedel o no eras nada. Y como a mí lo de dar la hora no me hacía demasiada ilusión por tres veces subí a la meseta a por uvas. A la fiesta, sin duda bárba­ra pero excitante, de las oposicio­nes a cátedras.

Y como a la tercera va la venci­da, en enero de 1963 fui nombra­do por unanimidad Catedrático de Oftalmología de la Universidad de Santiago de Compostela.

DE LA BABY SCHOOL A LA NOMENKLATURA

En aquel momento toda la dotación de la Cátedra y del Ser­vicio de Oftalmología consistía en tres habitaciones de un Hospital desvalido y sin dueño conocido, de una plaza de catedrático, otra de profesor auxiliar y una de alumno interno. Esa era la situa­ción.

Y ahí fue donde creo me hice persona adulta. Porque uno no se hace verdaderamente hombre hasta que tiene que afrontar sin tutelas el riesgo real que supone la necesidad de enfrentarse a la realidad y de transformarla. La incertidumbre real de ese toma y daca en que consiste la vida y del que surgen inevitablemente entreveradas las frustraciones y la autoafirmación personal.

La clave consiste siempre, tal como ha dicho Salvador Paniker, en conocer los naipes que a uno le han dado y en ser capaz de diseñar un espacio propio de expresividad y de realización; el margen propio. Siempre hay un margen donde poder escribir. Ese espacio consistió en lo que Giambatista Bietti, el gran profe­sor de Roma, en ocasión para nosotros memorable llamó «la Baby-School of Santiago de Com­postela».

Porque lo cierto es que la ope­ración resultó soprendentemente sencilla. Pronto empezaron a lle­gar a la clínica alumnos y recién licenciados. Unos querían hacer la especialidad y otros, los más, no sabían lo que querían. Proba­blemente lo único que buscaban era un lugar en el que alguien les hiciese caso y en el que pudiesen sentirse importantes. El que les hacía caso era yo y lo que hacía que se sintieran importantes era un famoso organigrama. En la Baby School no teníamos espe­cialistas titulados pero teníamos un responsable de glaucoma, de retina, de estrabismo, de anato­mía patológica ocular. Era un equipo «amateur», pero el organi­grama era tan ambicioso como el de Moorfields de Londres y lo cierto es que el diseño se adelan­tó en veinte años a lo que des­pués se generalizó en la mayoría de los servicios eficaces. Y tenía­mos también el Seminario. De modo nunca interrumpido desde hace ahora treinta y ocho años los segundos jueves de cada mes funcionó lo que creo ha sido el principal acicate de la gente que pasó por la Cátedra. Fue real­mente el «Seminario».

Antes de llegar a ser una orga­nización capaz de cumplir objeti­vos externos importantes y bien determinados fuímos una comuni­dad donde cada uno podía reali­zarse con casi absoluta libertad. La clínica era, claro está, un lugar de aprendizaje pero fue, sobre todo, un elemento básico de iden­tificación, de pertenencia y de inserción social. Todos grupo humano con personalidad produ­ce siempre símbolos, razones y significados que le son peculia­res. Segrega una cultura espe­cial. Por los años sesenta y seten­ta «los de ojos» fueron capaces de segregar un modo lúdico, informal y extraordinariamente solidario de entender el trabajo. Fueron los años del estilo «comu­na».

Los tiempos y los modelos han ciertamente cambiado —«lo que separa no es la distancia sino el crecimiento»— pero yo creo que lo más propio del grupo de San­tiago ha sido y sigue siendo la firme determinación de hacer coincidir e integrar en la vida per­sonal el gusto por la clínica y por la asistencia con el pathos de la curiosidad propio de la investiga­ción y de la docencia. Esa erótica del saber que acoge la novedad como la tierra acoge a la semilla.

Eso es lo que explica la bien nutri­da representación de los que han llegado a ser catedráticos y pro­fesores. Porque a ellos les perte­nece el Premio tanto como a mí, quisiera ahora recordar sus nom­bres. Tanto el de aquellos que ejercen la docencia en la diáspo­ra —Julián García Sánchez en Madrid, Demetrio Pita en Barcelo­na, José Carlos Pastor en Valla­dolid, José García Campos en Málaga, Juan Durán en Bilbao, José Fernández Vigo en Badajoz-como el de quienes lo hacen en Santiago como profesores titula­res: Carmela Capeáns— proba­blemente la persona con dedica­ción más intensa y generosa al Servicio de Oftalmología en toda su historia-, Francisco Gómez-Ulla, José Pérez Moreiras, M.ª Teresa Rodríguez Ares, Elio Díez-Feijóo, Francisco González.

Cuando ya pudimos ser una «organización» el objetivo princi­pal consistió en intentar conse­guir que ningún paciente oftalmo­lógico de Galicia tuviese que abandonar el país para ser aten­dido. El Servicio de Oftalmología del Hospital Xeral ha funcionado desde hace mucho tiempo como referencia regional indiscutida y en algunas parcelas también como referencia nacional.

LA GESTIÓN DEL PROPIO IMAGINARIO

No puedo ser yo, claro está, quien valore el nivel de eficacia y calidad con que se ha cumplido ese objetivo. Pero sí me gustaría decirles que, desde hace algunos años, el sistema dispone de un instrumento organizativo extraor­dinariamente innovador: el Institu­to Galego de Oftalmoloxía. Desde el punto de vista asistencial el INGO representa la primera insti­tución en la que se aplica la doc­trina de la reforma sanitaria: la provisión de servicios mediante la autogestión y su financiación a través del coste por servicio pres­tado. El Instituto es una Funda­ción Pública que vive de lo que hace y ofrece en un espacio cada vez más competitivo (me permiti­rán que no diga en un «mercado» competitivo porque la medicina se «remunera» pero no se «vende» nunca).

Autogestión quiere decir que en el INGO podemos y tenemos que gestionar nuestro propio ima­ginario. La clave de toda gestión creativa consiste siempre en ser capaz de establecer relaciones cooperativas entre uno mismo y sus propios sueños y en el INGO podemos hacerlo sin apenas intermediarios.

Esa es la nueva ilusión: la «comuna organizada». Algo que sólo es posible en una micro-organización autogestionada en la que el cerebro y el corazón no se resientan ni se bloqueen por la inercia que siempre impone el esqueleto. La gente del Instituto tiene que ganarse el pan de cada día trasplantando córneas, eme­tropizando miopes, limpiando vítreos, haciendo ecografías, adaptando lentes de contacto o rehabilitando bajas visones. O innovando la asistencia oftalmoló­gica de un hospital comarcal como es el del Barbanza. Y dedi­cando su jornada de tarde a la investigación. A ellos pertenece también el Premio.

Desde el punto de vista de la investigación el Instituto ha permi­tido ya un cierto grado de profe­sionalización, haciendo posible por primera vez una investigación internacionalmente competitiva. La integración de la Biología molecular en Galicia en el Instituto es un experimento que acaba de iniciarse y del que pronto oirán ustedes muchas cosas. La autori­dad de Ángel Carracedo y de Fer­nando Domínguez lo garantizan.

También quisiera recordar a los «adoptados». A aquellos que, tra­bajando en otros centros, colabo­ran con nosotros —o nosotros con ellos— en publicaciones y traba­jos: Manolo Díaz Llopis, Alfonso Arias, José Manuel Benítez del Castillo, Julián García Feijóo.

Queridos amigos, tiempo es ya de rematar. Desconozco si des­pués de esta exposición ustedes ya conocen cuáles han sido los méritos por los cuales me ha sido concedido este Premio. Yo no lo sé con certeza pero empiezo a adivinarlo. Porque después de haber reflexionado estos días sobre lo que ha ocurrido a mi alre­dedor durante estos últimos 35 años pienso que mi único mérito ha consistido en ejercer sobre la gente que me ha rodeado una constante incitación para que die­sen lo mejor de sí mismos. Pienso también que ahí radica el pathos esencial de toda docencia. Algo que no se encuentra en los manuales de pedagogía pero sí en otros lugares especialmente hoy muy alejados... ¿Recuerdan «La voz a ti debida»?

«Es que quiero sacar
de ti tú mejor tú.
Ese tú que no ves y que yo veo
nadador por tu fondo, preciosísimo
y cogerlo
y tenerlo yo en lo alto como tiene
el árbol la luz última
que le encontrado al sol.
Y entonces tú
en su busca, vendrás a lo alto»

¿Poesía erótica? Ciertamente y de la mejor calidad. Pero, por favor, no se asusten ni sorpren­dan. Ya lo he dicho muchas veces: en la educación todo lo que no es erotismo es burocracia.

Pero toda esta operación —ese juego— de conseguir para cada uno un espacio propio de expresi­vidad y de realización personal no se nutre del aire. Consume «ener­gía». El problema consiste enton­ces en encontrar dónde poder «chupar energía» de modo conti­nuado. Y cuando las fuentes pro­pias se agotan hay que tener abiertas otras vías. Y una de esas vías es la del «reconocimiento social». Si quieren ustedes la de la autoestimación que es el nom­bre moderno de la vanidad.

Por eso yo agradezco tan pro­fundamente a los compañeros de ASOMEGA este Premio. Porque para mí representa la más impor­tante inyección de energía que yo pueda recibir en este momento para proseguir el intento de que el Instituto Galego de Oftalmoloxía llegue a ser lo que Galicia, los pacientes oftalmológicos y uste­des mismos se merecen.

Muchas gracias pues a todos y muy especialmente a D. Manuel Fraga Iribarne, quien honra este acto con su presencia y a cuya ini­ciativa y apoyo constante el Insti­tuto Gallego de Oftalmología debe tantas cosas."

MANUEL SÁNCHEZ SALORIO
Casa de Galicia - Entrega del Premio Nóvoa Santos - 1998

 

* Discurso publicado en la revista "Información Oftalmológica" en su número de noviembre-diciembre de 1998 y cedido por su editor, José García-Sicilia.
Iñaki Moreno

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